18 de agosto de 2008
Michael Phelps la máquina de nadar
A los Juegos Olímpicos acuden miles de deportistas para competir entre sí y contra sus propios límites, pero algunos elegidos lo hacen para enfrentarse además contra una leyenda. Puede tratarse de un récord de larga duración, como el de aquel salto mexicano de Bob Beamon, o de un mito como el de Mark Spitz, cuyas siete medallas en Munich han permanecido tres décadas y media en el imaginario de un desafío inaccesible. Michael Phelps no fue a Pekín a medirse en la piscina contra unos rivales que no tiene en este mundo, sino a batirse contra el espejo de la memoria colectiva. Su voracidad devastadora y su exterminador instinto competitivo encarnan mucho más que el espíritu de superación de las Olimpíadas; su gesta representa el reto prometeico de un hombre luchando contra la Historia.
Phelps no es un pez, como lo nombra el tópico, sino un torpedo, una máquina programada para destruir marcas, límites y fronteras. Su vida, dominada por un reto obsesivo, consiste en comer, dormir y nadar. Ingiere once mil calorías diarias, la dieta completa de una aldea de África central, y las quema en el agua con un braceo metódico movido por una feroz voluntad ganadora. Es una bestia torda, un gigante sacudido por una fuerza telúrica, un héroe empeñado en convertirse en un dios; no ha luchado por la victoria en las Olimpíadas, sino directamente por el ingreso en el Olimpo.
Spitz era distinto; su triunfo tuvo algo de inesperado y casual, casi romántico, propio de un tiempo menos reglado y sistemático. Nadaba sin gorro ni gafas, con un escueto taparrabos de nylon en vez de esos bañadores galácticos diseñados para arañar décimas de segundo; se le metía el pelo en la cara y ni le pasaba por la mente que el bigote podía restarle unas centésimas de récord. El éxito le emborrachó de gloria y se disipó en una nube de dinero, mujeres y juerga; su hazaña quedará siempre oscurecida por su indigna actitud escapista tras la masacre de los deportistas israelíes, apenas unos días después de su abrumadora cosecha de oro. Nada que ver con este diseño exacto y regular con el que Phelps ha acometido sin desmayo ni pausa la empresa de afeitarle el mostacho en los retratos de la posteridad. Lo de Munich fue un fogonazo, un repente, un puñado de momentos iluminados por el relámpago de la inspiración. Esto ha sido un programa minucioso y preciso, un asalto concienzudo y perfecto, un designio escrupuloso y organizado de proyección en el tiempo y en la Historia. Un trabajo de profesionales.
A partir de ahora, una vez triturada la memoria y arrasadas las estatuas de todos los héroes, Phelps sólo competirá contra sí mismo. Como es muy joven todavía no conoce sus límites, y es improbable que renuncie a desafiarlos. Pero la gloria no es una escalera sin fin en el que siempre quede otro peldaño. Y menos en el deporte, donde el destino acaba a menudo encontrando un nuevo depositario para una nueva leyenda. Aún no lo sabe, pero quizá esté cerca de la cumbre de Sísifo, ésa en la que la piedra recién alzada empieza a rodar cuesta abajo.
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Etiquetas: Noticias en General, tampico
Publicado por : itampico @ 2:33 p.m. |
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